martes, 13 de mayo de 2014

Cuarto festejo. Feria se San Isidro 2014

Plaza de toros de Las Ventas. Madrid. 12 de mayo de 2014.
Cuarto festejo de la Feria de San Isidro 2014.
Novillos de Fuente Ymbro para los novilleros Mario Diéguez, Román y José Garrido.

La mansedumbre era un grado

Por Paz Domingo
La mansedumbre era un grado dentro de los parámetros para interpretar la bravura de las reses en su condición natural y propia para ser lidiada. Cuando un toro pisaba el albero y manifestaba su negativa para acometer a todo lo que se le pusiera por delante constituía una de las más graves ofensas para su criador y también uno de los más grandes aprietos para los diestros, puesto que esta complejidad para estar delante de una maquinaria pesada -que no atiende al cambio de agujas- precisaba de una resolución técnica y que bien expuesta supone uno de los retos más bellos del arte del toreo, por supuesto justificado en la pericia del hombre para vencer la resistencia al sometimiento del animal fiero.
 

Esta categoria era reconocida -cuando se producía- por los aficionados como un acto heroico, además de glorificar a los hombres capaces de tan gran hazaña en titanes que sujetan las columnas del mundo taurómaco. Razones no les faltaban. Y conocimientos, tampoco. Si en la apertura de toriles, el toro barbeaba, escarbaba, daba tarascadas que levantaban dos palmos la grava del ruedo, se defendía con cobardía repuchando, negando el enfrentamiento, si eludía el cuerpo a cuerpo, allí mismo quedaba sentenciado por aficionados y por advenedizos que aquello era un toro manso con mandanga. Y al toro malo se le castigaba con lo que hiciera falta, es decir, con lo que propone el reglamentado -como las banderillas negras- y con una soberbia regañina –como doblones en la cara hasta que se le aleccionaba y finalmente humillaba-.

La mansedumbre, como miles de cosas, ya no es lo que era. El toro manso no es manso de libro sino de catálogo de fiesta. La posibilidad de que la resistencia al sometimiento derivara en casta significaba que los lidiadores habían sacado petróleo de las piedras y que el ganadero en su afán continuista de la bravura de sus criaturas no se había equivocado con el hijo pródigo que después de fundirse la herencia acudía al amparo de su padre dispuesto a ser el más obediente de sus descendientes. Porque, ¿a quién no le puede salir un vástago rebelde?

Pues el relato bíblico en esto de los toros ya tiene una reedición en forma de manual. Está de rabiosa actualidad dentro de la crianza ganadera seleccionar una clase de bovino con aspecto afligido, con cornamentas que tapan tratamientos estéticos perfilados y tricolores, con deseos de no comerse a todo bicho viviente que les acose, por supuesto, sin olfato para detectar la especie caballar, con paciencia y conformidad en el lucimiento a base de miles de pases tundidores como si fueran viajantes enfebrecidos en un sinfín de negocios que atender a la velocidad del rayo. El adocenamiento llega a tal pulcritud que muy pocos recuerdan qué era un toro manso. Por tanto, la fallida genética brava de los tiempos presentes es consecuencia de las chapuzas de dehesa, de comercialización al por mayor y de un lenguaje equivocado.

Antes un tesoro de mansedumbre podría trastocarse por milagro en renacer de casta. Ahora todo toro es manso e importa que sirva exclusivamente para la muleta. Los novillos de Fernando Gallardo que se presentaron en el ruedo se habían desecho del gen recesivo de la bravura pero fueron prototipos tan perfectos en selección para la faena repetidora del último tercio, como tan arrugados le salieron a Mendel los guisantes del experimento genético. Muy flojos estaban los novillos. De presencia justa de ambición. Con arboladuras tratadas con prótesis elevadoras. Y, como queda dicho, con un temperamento al uso de la mansedumbre global. Algo preocupante porque el grado de esta característica es extrapolable a casi toda ganadería que se precie en vender, como muy bien se puede comprobar en las actuaciones de las reses que han desfilado por esta feria y en las que vendrán.

También los novilleros –como sus maestros avezados- se desentienden de la lidia que prepara y complementa la faena de muleta dando lugar a situaciones grotescas y propias de capeas, mojigangas, además de variopintos bochornos. La tensión que se provoca es descorazonadora y se rompe el criterio por la zona más frágil. Un novillero que esté en novillero es una novedad; que tenga el arrojo de arriesgar en el toreo es de agradecer; que quiera crecerse en su ímpetu es muy generoso; pero que se considere la reencarnación de El Cordobés, cincuenta años después, ya es mucho requerir. Román, que así se llama en los carteles el bullidor aspirante a alternativa, tensó la báscula con una actuación valerosa, incluso inteligente por la exposición de su cuerpo en los territorios que el novillo se había atrincherado como poderoso fortín. Se creció en la fama, y salió para realizar una segunda actuación lejos del comedimiento porque acompañó el viaje del animal y mandó menos de lo que se había propuesto. Una parte del público sacudido por la novedad y un presidente con gran corazón hicieron el resto de la desmesura: una oreja y una sobreactuación similar a un despelote. Mario Diéguez y José Garrigo pasaron y no dijeron nada. Es lo que tiene el trueno cuando toca tierra, que no se oye la radio.

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