lunes, 6 de octubre de 2014

Crónica. Feria de Otoño.

Al tercer pase

Se puso fin a la inconsciente feria otoñal madrileña con la certeza de ver cómo este mundo extraordinario muere por inanición. Los aficionados ya se marchan de los tendidos muy a pesar suyo, pero a los responsables esto les trae al pairo ya que el objetivo de limpiar expedientes en el escalafón, abonos a saldo, toros en los corrales y dehesas a mansalva estaba cumplido. Otra oportunidad perdida. Otra que cuenta a la baja irremediable.

La corrida de Adolfo Martín estuvo bien presentada, pareja, cuajada y con una media de kilos en torno a 480 kilos por cabeza, además de una floja potencia en el corazón y en las entrañas. En general, los animales tuvieron pocos arrebatos en los caballos, llegaron al último tercio necesitando un cable para arrancarles del suelo, haciendo necesario que se porfiara en los sitios adecuados e intentar tandas pequeñas y cortas. Esto, que resulta incomprensible para los toreros de técnica moderna y para los públicos triunfalistas, era lo que se debía haber hecho. Sin embargo, los diestros –con diferentes medidas, distancias y compromisos- quedaban desbordados al tercer pase, además de contrariados y expuestos a la deriva.

El diestro con más pericia fue Diego Urdiales que con su torero basado en clasicismo y dimensión de esfuerzo dejó algunos naturales pespunteados. Tras una formidable estocada el público pidió la oreja en un abrir y cerrar de ojos, circunstancia que cogió al vuelo el presidente, también a la velocidad de crucero. Si es de recibo, o no, el triunfo de Urdiales no merece la pena darle vueltas. Quizá sea una gran recompensa para este torero riojano de buena materia torera, de gran seriedad en los compromisos en esta plaza, pero al cual le falta dar un pequeño pasito en su temperamento y en su capacidad de trasmisión. Se torea como se es, decía Belmonte. Con seguridad no le faltaba razón. Pero la voluntad de Urdiales es mucha y debe encauzarla hacia la rotundidad, una vez que ya hemos visto su maestría. 

Un ejemplo lo tenía en la terna. Uceda Leal es lo que todo torero quiere tener. Capacidad en todos los tercios; estética de altura con el capote; estoconazos de récor;  planta inmejorable; y todo el público entregado a una plenitud que ni él mismo ni el destino han podido asegurar. Tuvo un toro para ponerse a torear con la muleta. Dejó ir la suerte, una vez más. En su segunda actuación salió agraciado con un avisado y peligroso animal que se fue enterando a marchas forzadas -y basadas- en la impericia de realizar una lidia de antaño. Alivió. 

Y lo que son las cosas de la vida y de la muerte –taurinamente hablando- el gran estoqueador, no lo fue. Le superaron sus compañeros de terna, incluso el diestro nacido en Cataluña, Serafín Marín, que con la espada estuvo bien y fue lo más potable de sus actuaciones. Insufrible en la primera, porfió en los empaques perfileros y en los acompañamientos superfluos. Insustancial, por supuesto. Pero la suerte la tenía de cara con el sexto ejemplar, el más claro en la muleta, el más convincente de entrañas y que coqueteó bajo los petos. El diestro ahogaba en las distancias, intentaba el torero bueno, se esforzaba en la colocación, pero al tercer pase quedaba, como los demás, al filo de lo imposible. Es decir, intentando citar de pico con la muleta retrasada para que el animal hiciera por él -evidentemente- y le propinara una voltereta. Salió del trance enfadado pero con las mismas escasas resoluciones. Al público le dio igual. Al toro se le arrancó el pabellón auditivo, cuando no era necesario desmerecerle con esta afrenta. 

A quien no estuviera en la plaza hay que puntualizarle que tras el cuarto toro -imposible en la toreabilidad, que no en la lidia-, salió un zambombo herrado con la divisa de El Puerto de San Lorenzo, un mulo sobrecargado de mansedumbre, al cual Diego Urdiales se empeñaba en darle algún pase insistiendo en los medios cuando al animal le pedía el cuerpo ni pelea ni medio trapo. En este punto estaba la discusión entre los aficionados. ¿Por qué Urdiales no escuchó las apetencias del toro? ¿Por qué dudó? ¿Por qué no da ese paso que tanto le hace falta y que únicamente en Madrid se reconoce? Quién sabe. Son las cosas del querer. O del destino. O del momento. En mi retina flota la tarde de su actuación en Madrid en la pasada isidrada, con toros del mismo hierro, aunque de una potencialidad rotunda. El torero riojano arrancó unos naturales que bien valen la admiración por este incomprendido arte, pero porfió en los terrenos de chiqueros una faena que debía haberse ejecutado en los medios solariegos que exigía. Diego Urdiales ayer cumplió, aunque muchos queremos más.

Y, por si alguien se da por aludido, lo que no queremos más los aficionados es esta urticante feria de desechos; de mentiras; de personalidades que son de andar por casa –o quedarse en la misma-; de resultados engañosos; de bovinos impúdicos; de plañideras que velan la espumosa cultura mientras se limpian la decencia con ella; de responsables políticos y sociales que consienten esta engañifa; de pagar para seguir alimentando esta desvergüenza. A este punto hemos llegado. Los aficionados ya no sabemos qué nos conviene exigir, si un golpe de gracia o pasarnos a las filas enemigas. Y en eso estamos, descolocados después del tercer pase.

Dominfo, 5 de octubre de 2014. Plaza de Las Ventas. Madrid.
Cuarto festejo de la Feria de Otoño.
Toros de Adolfo Martín para los diestros Uceda Leal, Diego Urdiales y Serafín Marín.


jueves, 2 de octubre de 2014

Una reflexión otoñal y taurina



Rampante

Algo tiene de bueno esta última feria otoñal programada. Es corta y punto. Pasará rápido y a otra cosa mariposa. No sé si el resto del personal que frecuenta por pura afición los desdentados tendidos de la plaza taurina por excelencia siente la misma complacencia por este derroche de compromiso a la baja, pero -a riesgo de quedarme sola en la felicidad rampante- debo reconocer que no provoca mis esencias taurómacas ni un tanto así. 

No voy a entrar en detalles ya que la ineludible programación es tan considerable en desaliño que no merece la pena ponerse exigente y a alguien se le ocurra señalarte con el dedo, con lo feo que es el gesto. Ya saben, hay que contribuir al bienestar social aunque sea con una aportación mínima. Sin embargo, si me permiten los pocos lectores que perseverantes se acercan a este soporte digital ya desfallecido, me gustaría ponerles en aviso sobre el recurrente término que se ha convertido en el titular de este texto.

Si recurrimos a la biblia del vapuleado castellano, el término rampante tiene varias designaciones y todas válidas, según se lean. En primer lugar, hay que considerar su origen etimológico afrancesado -de rampant, que significa trepar -, linaje que le da cierto empaque sabrosón  al vocablo pues, literalmente, se diría “del león o de otro animal cuando está en el campo del escudo de armas con la mano abierta y las garras tendidas en ademán de agarrar o asir”. Por extensión, y uso del lenguaje, al personaje (humano o leonino) que es un “trepador, ambicioso sin escrúpulos”.  En su última acepción, el diccionario de la RAE asevera que también tiene una designación desde el punto de vista de la arquitectura, “pues dicho de una construcción, en declive, como el arco y la bóveda que tienen sus impostas oblicuas o a distinto nivel”.

Insisto. Perdón por la tontería, el vocablo, su toponimia, pero ¿esto no les suena a algo toda esta metáfora lingüística? Será que ya veo demasiado. Será, será. Porque con sinceridad veo por doquier leones rampantes con garras abiertas en posición de soltar mandobles a la decencia y al futuro, sobreexpuestos en las fachadas solariegas y agarrados como lapas a la piedra, asidos a su propio desatino. Veo a los mismos leones rampantes pasando bajo el arco del declive, casi en el derrumbe, pues las robusteces aparecen sesgadas, a punto de ser tragadas por las aguas y las corrientes que las mueven. 

Veo, veo. Pero no veo a las dichosas y preclaras figuras aleonadas -a los rampantes taurinos por extensión- en el último rincón del desván, ni el recóndito mundo interior de la sabiduría, ni superándose en discusiones de conocimiento para traslucir verdad. Así pues, como la manicura es un tratamiento estético que no se puede alargar mucho en el tiempo, pues habrá que agradecer que sea, al menos, un enjuague de horita corta.  Y a correr. O trepar.